Ayer me enteré del fallecimiento de mi maestra de la clase de adolescentes ó Intermedios (de la época en que fui adolescente), su nombre: Gladys Odicio. A pesar de no haberla visto por años, la noticia de su partida me resultó dolorosa por demás. Tantos recuerdos invaden la mente cuando una huella profunda ha quedado marcada en el corazón. Mucha gente muere a diario, casi todos dejan un halo de tristeza con su partida, pero pocos, muy pocos dejan huellas positivas y trascendentes en los demás. Gladys pertenece a este reducido grupo de personas.
Pertenezco a una generación donde nuestros maestros de Escuela Dominical preparaban sus clases, digo, no compraban sus materiales y daban clases frías y metodológicas, sino que tomaban el pulso a sus chicos y les enseñaban de acuerdo a su necesidad. Maestros que visitaban a sus alumnos, que se involucraban con ellos, que conocían sus problemas, que conocían sus familias, que invertían su tiempo, esfuerzo, emociones y hasta recursos financieros para lograr que el Señor Jesús sea formado en la vida de sus muchachos, eran verdaderos discipuladores. Gladys y Lalo (su esposo), fueron esa clase de maestros para mí. Recuerdo todas las veces que estuvieron en mi casa, cómo llegaron a conquistar mi corazón por mostrar con sencillez y sinceridad que realmente yo les interesaba y de esa manera me ilustraron el amor de Dios.
Unos versículos vienen a mi mente en este momento, Filipenses 1.21-24:
Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia. Mas si el vivir en la carne resulta para mí en beneficio de la obra, no sé entonces qué escoger.
Porque de ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor; pero quedar en la carne es más necesario por causa de vosotros.
Quien escribe estos versículos, el apóstol Pablo, afirma que hay vidas que son de tanta bendición aquí en la tierra que le hacen competencia al cielo. Gladys es un ejemplo de ello. Gladys no fue perfecta (sus más cercanos lo saben) pero se dejó usar por el Señor, fue pieza clave en la vida de muchos, entre ellos este humilde servidor.
Si la vida de mi maestra de Escuela Dominical me dejó una huella, su muerte me deja un desafío, uno muy grande, hacer que mi vida valga la pena, que mi presencia haga la diferencia en la vida de otros, que pueda marcar un antes y después de mí en la vida de quienes me conocen, que mi estadía aquí le haga la competencia a mi partida con el Señor, que Dios pueda usarme eficazmente para completar su su obra en otros.
Lamentablemente no pude despedirme personalmente de ella, solo me queda despedirme por este medio: Hasta luego maestra, muchas gracias, la clase fue extraordinaria.
Un comentario en «Vidas que valen la pena»
Como hermano de Gladys, deseo tener una copia de esto para mostrar a mis hijos.